jueves, 15 de octubre de 2015

El marqués

Enjuto, alto, elegante, pero sin ser pretensioso en sus ropajes, transmitiendo una imagen de gran hombre, su cuerpo que nunca había sido fuerte dejaba notar que había sido trabajado, hombros marcados y cuerpo atlético, producto de su afición favorita, la aventura en general y la arqueología en particular, que en otro tiempo le había dado más de una satisfacción y por qué no, labrarse una fortuna propia y un nombre en tan complicado mundo. Su semblante serio, enmarcado en una barba espesa, de pelo ensortijado negro, al igual que sus ojos del color del azabache, ni grandes, ni pequeños, pero tan penetrantes que podría   traspasar a todo aquel que osara mirarle durante unos segundos. Denotaban la fuerza de su familia, que durante años había gobernado en esa zona del país, de eso hace mucho tiempo, pero aún quedaba la fuerza de su poder en los ojos de esta noble dinastía.


Sobre su testa, un pelo negro, rizado, no tan espeso como cuando era joven, fue la envidia de sus quintos y la locura de las mozas de su pueblo, no en vano, habían pasado ya más de tres décadas por sus venas y empezaba a notársele alguna cana...
El señor marqués, le llamaban, su padre, el último marqués de Almazán había fallecido hacía unos años y él era el heredero de su suerte.
Su fortuna en los últimos años se había visto muy menguada y en el pueblo se hablaba de cómo este hombre, heredero del que antaño era el más  rico y poderoso de la zona, había malgastado su fortuna en no se sabía que, posiblemente mujeres y vicio.
Unos años pasaron del entierro de su padre y John, el señor marqués, paseaba por el pueblo cuando un lugareño se le acercó.
-  buenos días señor.
-  Buenos días, ¿tengo el placer de conocerle?
-  No señor marqués, no nos conocemos. Me atrevo a acercarme a Ud. Para, como antaño hizo mi familia con su padre, pedirle consejo.
-  En esta zona de España aún hoy, después de tanto tiempo, se seguía teniendo sumisión al poder que antaño disponía de las tierras, bestias y vidas como si suyas fueran. La sociedad del siglo 20 estaba aún despertando del sueño, o más bien pesadilla, del franquismo y seguía teniendo ciertas tendencias. Espero que con el tiempo desaparezcan y el ciudadano no tenga la sumisión que durante casi cincuenta años ha vivido. Pero volvamos al texto.
-  ¿Tengo el placer de hablar con?
-  El alcalde, señor marqués, Pedro Veiga, a su servicio.
Sin salir de su inicial asombro el señor marqués se preguntaba el porqué de la necesidad de este buen hombre, pero no podía eludir la pregunta. Dígame buen señor entonces, si Ud. Considera que puedo ayudarle, haré lo que pueda para que así sea.
-  Se lo agradezco Señor, hace tiempo mi familia recibió este legado, una serie de joyas del pueblo, de la iglesia, del ayuntamiento y demás, que durante los años de la guerra civil y posteriores, escondimos para que no fueran robadas por la gente del pueblo ya que había hambre y necesidades y este alijo podría haber salvado de muchas penurias a los menos agraciados del pueblo, pero mis abuelos y padres no quisieron usarlas para ayudar y escondidas quedaron. Ahora llegan a mí en herencia y no sé muy bien qué hacer con ellas. El honor me pide entregarlas al pueblo, ya que suyas son, pero se pueden convertir en mucho dinero y el egoísmo me hace desear enriquecerme con ellas.
-  ¿Cómo contestar a este señor sobre algo tan particular? Hace años entregue mi herencia, ganada injustamente por mi familia, entre las personas del pueblo, como subvenciones, patronazgos y compras a empresas y ganaderos del pueblo, lógicamente sin identificarme, pero eso era hacer justicia, devolver a cada uno lo suyo. Hoy este buen hombre me preguntaba algo parecido. Mire buen hombre, recuerdo ahora un fragmento del libro de los muertos, un texto funerario del antiguo Egipto. Anubis, dios funerario, con cabeza de chacal pesa el corazón del escriba Hunefer, contra la pluma de la verdad en la balanza de la diosa de la justicia Maat. Si su corazón es más ligero que la pluma, a Hunefer se le permite pasar a la otra vida. Si no es así, es devorado por la expectante criatura quimérica Ammyt, compuesta por partes de cocodrilo, león e hipopótamo.
-  Estreche la mano del buen Pedro y le dejé un poco desengañado  y pensativo...Lo que sucedió a partir de ese momento con nuestras vidas curiosamente cruzadas, es otra historia...


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viernes, 9 de octubre de 2015

"Un paso en tu camino" un libro escrito desde el corazón. - Capítulo 1




Capítulo 1


Han pasado años, muchos quizá. Años que, tras muchos azares, me han permitido volver a mis raíces.
Hoy volví a aquel paraje ideal para los pocos visitantes que se acercaban a aquel monte. Mientras voy ascendiendo por la vereda, las vistas me siguen poniendo la piel de gallina, el paisaje no ha cambiado demasiado, quizá un poco más abandonado, pero el olor a pino, el olor a campo, el olor a naturaleza me sigue evocando días de niñez y juventud.
La vereda atraviesa un bosque donde los altos pinos centenarios, con sus enormes troncos, soportan y alimentan la vida que en sus altas copas habita. El suelo lleno de hojas muertas y plantas que, desafiando a la nieve del invierno y a la poca luz que llega al suelo, intentan sobrevivir junto a las setas y los hongos.
Poco a poco, según continúas la vereda hacia las zonas más altas de la montaña, la vegetación y los pinos van dejando lugar a las rocas, esas enormes rocas que pueblan el monte, rocas macizas de granito, de ese granito fuerte con el que se habían construido los muros exteriores de la casa y del establo; en él dormían las vacas y el viejo, pero aún hermoso, caballo que ayudaba en las tareas del campo. El trabajo en el campo había destrozado a ese hermoso corcel que tiempo atrás ayudó a su amo a conquistar a la dama que él deseaba, a la que poco más tarde se convertiría también, en su dueña.
El cielo  iluminado por el amanecer, por aquel sol radiante que todas las mañanas saludaba a las piedras de la casa desprendiéndolas de la humedad del rocío, entraba a raudales por las ventanas de la casa iluminando las pequeñas estancias y  aquellas paredes de madera que aún conservaban el calor del hogar. Ellas hacían la vida en el invierno un poco más agradable y cálido.
El tejado de la casa era lo que hoy en día se podría considerar un lujo. Un tejado de pizarra natural de color negro como la noche, al que, aún en verano, se le agradecía su poder capturando el calor del sol y transmitiéndolo al interior de la casa. En algunos puntos del tejado, era curioso ver cómo el musgo había ido haciéndose dueño de su espacio, al igual que en las paredes exteriores donde en algunos lugares había decidido que sería el lugar ideal donde quedarse a vivir. Por mucho empeño que pusieran en quitarlo, al año siguiente, después de las nieves, estaba nuevamente, reclamando lo que por derecho de siglos era suyo. Esas piedras habían pertenecido a las rocas del monte, y esas rocas eran amigas del musgo que se negaba a dejarlas solas, año tras año. Año tras año.


La memoria y los recuerdos me trasladan a aquella época. Yo me dejo llevar por las imágenes que, melosas, llegan a mi mente. Recuerdos del pasado, no demasiado lejano para olvidarlo.
Las ventanas de madera, con unas sencillas cortinas de hilo que hemos aprendido a coser mis hermanas y yo a base de intentarlo una y cien veces. En el alféizar de las ventanas a comienzos de la primavera, ponemos pequeños tiestos en los que plantamos flores silvestres que recogemos del valle o que algún vecino o familiar del pueblo nos regala. Las cuidamos con mucho amor y cariño. La naturaleza ha formado parte de nuestras vidas desde pequeñas y el respeto y amor hacia ella siempre está presente.
La casa, aun estando en un monte, tiene una pequeña cerca de madera, pequeños troncos clavados unos a otros dándole robustez, estos troncos enmarcan un pequeño jardín que mi madre ha conseguido siempre mantener verde y fresco. Mi madre, ha ido plantando delicadamente en él algunas flores de colores que ha cuidado y mimado. En algunas zonas ha plantado romero, lavanda y tomillo. Indispensables para dar ese gusto a campo a los sencillos platos que crea con lo justo que llega a su despensa.
La caza es el principal sustento, junto con algunas hortalizas que obtenemos en el pueblo del valle a cambio de leche, huevos o de algún otro producto de nuestros animales o incluso a cambio de madera. La leche de nuestras seis vacas es de las más apreciadas de la zona, ya que tienen la pureza y el frescor de los animales criados y cuidados como se ha hecho siempre.

Amanece un día más. El albor me despierta, entreabro los ojos. Una buena noche, dormí profundamente. Miro por la ventana y veo los dos tiestos que llené de flores en primavera, flores de color violeta y blanco me dan los buenos días.
Mi hermana mayor, Laura, ya ha despertado y se está vistiendo. La pequeña, Isabel, aún está dormida, otro día que me toca despertarla. ¡Es una dormilona! Bajo de la litera en la que duermo, la miro. Qué bonita es, ese hoyuelo en la barbilla, tan característico de ella, los ojos almendrados, cerrados sin presión y la respiración tranquila, sosegada. La nariz respingoncilla, como dice mi madre, y esa paz que transmiten los niños al dormir. No quiero despertarla, pero no me queda más remedio; padre y madre están despiertos desde hace rato y debemos ayudar en la casa, con los animales, con el campo.
-      Isabel, despierta cariño. Ya es la hora de despertar. La beso en la mejilla y medio abre los ojos, me mira con sueño y sonríe. ¡Ahora sí que se ilumina el día! Me he emocionado, seré boba, casi me pongo a llorar. ¡Venga enana! ¡Eres una dormilona!
No puedo darla mucho más cariño, que luego se pone ñoña y da mil vueltas para ayudar a mamá. Al final la toca que la regañen y no quiero que la peguen por ser una “niña ñoña”.
-      ¡Arriba!, que hace rato amaneció, padre y madre están ya despiertos.
La pobre pegó un salto de la cama, y medio mareada por levantarse tan deprisa empezó a vestirse, ya sabía lo que la esperaba si se retrasaba más de la cuenta.
A punto de terminar de vestirse, me miró con cara de asustada, la miré, sonreí y la ayudé a atarse bien los zapatos. Casi siempre lo hacía mal, problemas de ser zurda y que tus padres lo entiendan casi como un defecto.
Mi hermana mayor Laura ya había bajado a la planta de abajo a desayunar, siempre tan seria, tan solitaria. Hablaba poco con nosotras, y eso que sólo era tres años mayor que yo. Por mi parte yo era cuatro años mayor que Isabel, así que la diferencia de edad no era demasiado grande.  Pero Laura siempre era esquiva con nosotras y no hacía ningún esfuerzo por jugar. Me dolía que fuera tan poco cariñosa con la pequeña Isabel, que intentaba por todos los medios ganarse la simpatía y el amor de su hermana mayor de quince años. Laura siempre la ignoraba hiciera lo que hiciera. He llegado a discutir con ella en varias ocasiones por esta razón, y siempre que sucedía este conflicto me evitaba, me trataba con desgana y al final terminaba dejando la conversación a medias sin aclarar nada ni ceder un ápice.
La habitación de mis padres y la nuestra estaban en la planta alta. En nuestra habitación dormíamos las tres hermanas, la cama de Laura y la litera donde dormíamos Isabel y yo, un armario de dos cuerpos para las tres y una mesa con dos sillas donde estudiábamos o hacíamos los deberes.
Al salir de la habitación a la izquierda estaba la puerta del baño de arriba, bastante pequeño, con una ducha, un lavabo y el inodoro. Al lado estaba la habitación de nuestros padres, siempre cerrada; si entrábamos o se nos ocurría abrir la puerta y lo oían, se enfadaban muchísimo y si era mi madre, mucho más; así que mejor no acercarse. El baño hacía de separador entre ambas habitaciones. Al lado de la habitación de mis padres había una pequeña habitación que se utilizaba como cuarto donde se almacenaban cosas. Estaba siempre cerrada con llave, nuestra madre nos decía que había cosas peligrosas y herramientas con las que podíamos hacernos daño. En frente de la puerta de la habitación de trastos, estaba la escalera que bajaba a la planta inferior.
Tras lavarnos rápidamente las manos, bajamos a saltos la escalera para llegar al comedor. Según aparecimos, nuestro padre nos increpó:
-      ¡Siempre llegáis tarde a desayunar, vaya par de perezosas! Tomar ejemplo de vuestra hermana que lleva un rato aquí esperando.
-      Pero papá, es que… Me interrumpió con un gesto de su mano.
-      Dejarlo, me tengo que ir al pueblo. Subiré a la hora de la comida, espero.
La verdad es que no lo dijo muy contento, su rostro reflejaba preocupación,  en aquel momento pensé que era por nosotras dos, pero más tarde cuando revisé mis recuerdos me di cuenta que no fue tan sencillo, ojalá hubiera sido así.
Se levantó de muy mala gana, y dando un portazo salió de la casa. Isabel temblaba en el último escalón, hoy padre tenía mal día.
Estos días últimamente se repetían demasiado, cuando el día estaba demasiado torcido, llegaba a regañarnos e incluso a darnos algún cachete por cualquier tontería. Pero hoy parece que nos hemos librado, al menos de momento.

Laura no levantó la cara de la taza y mi madre, en silencio, se metió en la cocina para servirnos el desayuno. Isabel y yo nos sentamos a la mesa y miramos a Laura para intentar averiguar qué había pasado y por qué padre volvía a estar de mal humor.
Silencio, hermetismo.
Cuando madre salió de la cocina, su rostro reflejaba también preocupación, pero no dijo nada yo noté que tras su sonrisa siembre sana y abierta ocultaba algo que angustiaba su corazón.
La planta de abajo era muy simple, un salón con muebles de madera, una mesa para seis comensales con seis sillas, una chimenea y enfrente, un sofá y un tresillo un poco viejos en los que nos sentábamos, hace tiempo, alrededor de nuestro padre mientras éste nos contaba cuentos e historias. Isabel en las piernas de padre y Laura y yo a cada lado, madre preparaba la cena y al acabar nos revolvía el pelo para que dejáramos a padre un rato y fuéramos a poner la mesa.
Pero eso era antes, hace aproximadamente un año que esto cambió, no sé muy bien por qué, pero algo pasó.
Quizá ahora sea el momento de recordar, quizá, pero no quiero sumergirme en la nostalgia. Hoy es el momento de mirar la casa, sus piedras, sus ventanas, el establo y el cobertizo. Hoy es el momento de sentir. No debo dejarme llevar por los recuerdos, por los pensamientos inducidos, por las interpretaciones de lo que pudo pasar o de lo que pasó.

Hoy es el día de dejar la mente abierta y sólo sentir. Sentir el contacto con lo antiguo, sentir el olor del bosque, dejar que la mente se empape de sensaciones, de emociones. Hoy he decidido dejarme llevar por esas emociones y sentimientos, quizá mañana con mis hermanas, sea el momento.
Tras el viaje de regreso a la casa donde me crie, estoy frente a ella, la miro. La miro con los ojos de esa niña que fui. Olores y sensaciones llegan a mi memoria y me erizan la piel, hace tiempo me pasaba lo mismo cuando salía de la casa y miraba hacia la parte alta del monte…
Salía de la casa… abría la puerta, me levantaba de la mesa… De adelante hacia atrás… Vuelvo…  Intento obligar a mi mente a abandonar los recuerdos, pero no es posible, vuelven, vuelven y yo no quiero luchar... Mi mente confundida…
Mi madre nos sirvió el desayuno en la mesa, un tazón de leche de nuestras vacas y un pastel riquísimo que ella hacía con nuestra propia y leche y huevos, con la harina que intercambiábamos en el pueblo y con mucho amor. Laura estaba acabando el desayuno y ahí seguía, cabizbaja, triste. Me acerqué un poco a ella y la di un pequeño golpe con el codo para intentar llamar su atención, levantó la mirada y la dirigió hacia mí.
-      Laura. La dije. ¿Qué te pasa para que desde primera hora de la mañana estés así? ¿Qué sucede?
-      Nada. Contestó. Lo de siempre, como siempre. No te importa lo que me pase, sigue a lo tuyo, desayuna y ayuda a mamá, tengo que salir a dar de comer a las gallinas, ¡estúpidas gallinas!

Isabel no prestaba atención a lo que estaba sucediendo, estaba demasiado ensimismada en su leche y su bollo, mejor así.
-      Puedes contarme lo que te sucede Laura, eres mi hermana, te quiero. Le puse mi mano sobre su brazo en señal de apoyo y cariño.
-      ¡Déjame te he dicho! Apartó mi mano y se levantó de un brinco, casi tira el tazón al suelo al levantarse tan deprisa. Salió de casa dando un portazo, la vi pasar por delante de la ventana en dirección al gallinero.
-      ¿Qué sucede? ¿Ya estáis otra vez?
-      Mamá, ¿Qué le pasa a Laura? No hay manera de que me hable y me diga qué la inquieta.
-      Déjala Tere, ya sabes como es.
-      Pero mamá, creo que no es la mejor manera de solucionar el posible problema que pueda tener, escondiéndolo no lo va a solucionar.
Mi madre me miraba con ojos atónitos, era la primera vez que me oía hablar así, ciertamente yo también.
-      Pero hija, no sé qué puedes hacer para que cambie, ella es así, ya lo sabes.
-      Sé que no debo insistir en hablar con ella, si no quiere no la puedo forzar, pero creo que debe hablar con alguien de lo que la sucede. Muchas veces al hablar, sentimos que nos liberamos, que abrimos nuestro corazón.
-      Si hija, tienes razón, muchas veces nos callamos un dolor en el corazón que deberíamos dejar salir. Sus últimas palabras fueron en un tono más bajo de lo normal, bajó la mirada y yo capté esos cambios en su comportamiento, en ese momento me pareció curioso darme cuenta de ello. Haz lo que creas oportuno cariño. Sin duda, te estás haciendo muy mayor.
Con lágrimas en los ojos se acercó a mí y me dio un beso. Para mí fue el beso más dulce que había recibido nunca.
Isabel al ver que me besaba mi madre soltó el tazón de leche y gritó.
-      ¡Ehhhh madre! ¡Yo también quiero!
-      Claro que sí preciosa.
Siempre hacía lo mismo la muy zalamera, cada vez que veía una muestra de cariño, ahí estaba ella para reclamar su parte. Me miró y me sacó la lengua. Me fui a ella y la revolví el pelo.
-      ¡Eres una boba! La dije. Pero te quiero.
-      Yo no te quiero hermana. Me volvió a sacar la lengua con ganas de juego más que de pelea.
-      Venga, dejaros de tonterías y a recoger, que es sábado pero hay muchas cosas que hacer. Dijo madre.
Acabé rápidamente lo que me quedaba de leche y de bollo y me levanté de un salto, recogí mi tazón y el de Isabel que ya estaba vacío, y lo llevé a la cocina donde estaba mi madre empezando a preparar la comida. ¡Hoy sábado tocaba cocido! Qué bueno le salía a mi madre, no lo he vuelto a probar así en ningún otro sitio. Con hierbabuena, chorizo, morcilla, tocino, garbanzos, fideos, verdura, ¡hummmmmm! Solo de recordarlo empiezo a hacer la digestión.
La cocina era como el resto de la casa, humilde pero muy apañada. Un hogar con tres fuegos donde cocinaba mi madre, enfrente una ventana, al lado una pila que hacía las veces de lavadero de los utensilios de cocina, un armario de madera donde guardábamos los enseres, una alhacena donde se guardaban algunos platos y las conservas hechas a mano por ella, en un lateral había una despensa donde guardábamos los tarros de miel, mermelada y demás, que íbamos acumulando para cuando había feria en el pueblo y los bajábamos a vender.
También teníamos un pequeño frigorífico de los que ya casi no estamos acostumbrados a ver en nuestras casas modernas y “súper preparadas”, menos de 2 metros y con el congelador arriba, increíble, aún existen.

Otro recuerdo viene a mi mente ahora, aquella vez, siendo pequeña. Estaba jugando en el suelo del salón con Laura.
Un grito se oyó en la cocina.
-      ¿Qué ha sido? Pregunté asustada. Voy a ver.
Al abrir la puerta de la cocina me encuentro a mi madre tapándose la cara con las manos, mientras mi padre con las manos en alto, manchadas de algo brillante, viscoso y de color rojo se acerca a ella haciendo un ruido como de un oso gruñendo.
Al verme se gira hacia mí, caminando y haciendo el mismo ruido que con mi madre, en mi mente infantil se forja rápidamente la imagen de un monstruo con manos espeluznantes viniendo a atraparme.
No sé qué pretende, estoy paralizada de terror, cierro los ojos para no ver.

Pone uno de sus dedos en la punta de mi nariz y dos dedos de la otra mano en mi mejilla.
-      ¡Noooo! Grité asustada. ¡Me iba a morir!, ¡la cara se me iba a convertir en algo extraño y pringoso!
Mi madre, aun riéndose, se acercó a mí, me limpió la nariz con un dedo y me lo dio a chupar. ¡Madre del amor hermoso, qué bueno estaba eso!
-      ¡Tonto! Le dije a mi padre y me fui a por él. Volvió a levantar los brazos y de uno de ellos me colgué. Ahora no estaba asustada, ¡quería más!
Mis hermanas estaban observando la escena desde la puerta y entraron a ayudarme al ver que había pelea con padre.
-      ¡Socorro! Gritó él, ¡me atacan! Y empezó a mancharnos a todas con las manos pringosas.

Era la primera vez que probábamos la mermelada hecha por mi madre, bueno, realmente hecha por mi madre y mi padre. Más tarde supe que habían intentado durante mucho tiempo, crear una mermelada excelente para venderla en el pueblo y por fin lo consiguieron, así que estaban celebrándolo manchándose. Qué tiempos de risas y cariño.

Los recuerdos de mi mente me hicieron volver nuevamente a aquel día de hace tantos años en el que estábamos desayunando… fregué los tazones de mis hermanas y mío. Mi madre ya había fregado el de ella y el de padre. Me preparé rápidamente. Al salir del baño cogí a mi hermana Isabel, la peiné y me la llevé fuera. Fuimos directamente al establo. Allí estaba Laura ordeñando una de nuestras mejores vacas. Papá como otras veces se había ido al campo a cortar leña, buscar setas o ambas cosas, el caso es que no estaba por allí, espera, recuerdo que dijo que bajaría al pueblo.
Me acerqué a Laura para observar cómo ordeñaba a las vacas, siempre me había gustado verlo.
Laura ordeñaba las vacas como si fuera una cosa refleja, automáticamente su cuerpo sabía lo que tenía que hacer, llevaba demasiado tiempo haciéndolo, conocía perfectamente cómo coger las ubres de cada vaca, cómo debía apretarlas y cómo debía hablarla para tranquilizarla. A mí me fascinaba ver trabajar a Laura con esos enormes animales con esas enormes ubres y cómo su voz era capaz de tranquilizar a esas bestias. Siempre la admiré, me parecía increíble que una persona con esa sensibilidad para tratar a los animales, fuera tan fría con su hermana pequeña y conmigo, que no fuera capaz de darme algo de cariño casi me daba igual, pero a la pequeñaja, un mínimo de cariño, por favor. No lo entendía, pero sabía que detrás de esa dureza que siempre tenía Laura con nosotras, se escondía una dulzura y un saber mucho más amplio de lo que podríamos llegar a percibir, al menos de momento.
Así que, dado que hoy era sábado y tocaba la ardua tarea de limpiar el gallinero, lo mejor era ponerse manos a la obra cuanto antes. Hoy me sentía generosa.
-      Anda Isabel, vete a ayudar en casa, yo me quedo con las gallinas.
Laura levantó la vista de las ubres de la vaca y agitó la cabeza en signo de desaprobación.  La saqué la lengua y me enchufó un chorro de leche de la misma teta, salí corriendo por si me daba. Ahora recuerdo estos momentos como si hubieran tenido lugar ayer mismo.

Pero no lo es, no es ayer, han pasado muchas cosas desde entonces, padre no está y madre tiene alzhéimer y está en una Residencia para mayores.
Lo de padre fue duro, pasó lentamente por esa maldita enfermedad que destroza la vida de tanta gente año tras año y se los lleva antes de tiempo. Lo de madre está siendo distinto, un calvario dirían muchos, al poco de fallecer padre, madre entró en una depresión, sola en esta casa. Laura se casaría en unos meses, la pobre intentó agilizar la boda para que su padre, al que siempre adoró, llegara; pero no fue posible, y a los cuatro meses del fallecimiento de padre, se casó y se fue de casa.  Madre quedó sola y poco a poco la enfermedad fue mermando su capacidad de independencia, hasta el punto que peligraba su integridad personal. Nos planteamos varias opciones, pero al final la más coherente era la residencia.
[...]

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